miércoles, 24 de noviembre de 2010

Abyssus abyssus invocat II



Lineas de sangre caían por las paredes desde Dios sabe donde y en el techo no había ningún cuerpo chorreante, pero aún así la sangre caía por las paredes manchando el suelo y llenando la instancia del olor fétido de la carne putrefacta.
La sala era cuadrada, de paredes altas y techo recto; estaba decorada con camas desnudas sobre las que había cuerpos yacentes y exánimes, con jirones de carne decorando los huesos blancos de los esqueletos podridos. En los cabeceros de las camas había unas manzanas negras.
Se escuchabas voces apagadas, aplastadas por el sentimiento de ira y de desconcierto que la misma instancia llevaba a tener.

Llanto, un llanto audible, claramente reconocible, de una niña pequeña, con trenzas. Estaba colorada por el desconsuelo y el llanto era demasiado desgarrador para oírlo y no correr en la ayuda de aquélla pobre desgraciada. Corrí en su dirección y de pronto la visión de la realidad me aplastó casi sin querer, dos camas con cuerpos muertos moviéndose y respirando me cerraban el paso a la niña sufriente que se alejaba de la mano de un hombre vestido con una túnica negra y una capa del mismo color, con el rostro tapado.
Grité, miré a todos lados, los cuerpos, algunos sin piernas, otros sin manos, algunos otros incluso sin cabeza, se levantaban de las camas y venían hacia mí cantando el cántico que tantas veces odié por inventar yo mismo y recitarlo en determinadas ocasiones, quizá nunca debiera de haberlo hecho. “Ave Verónica, improbitas plena, ave venefica”.
Corrí hacia ningún lado porque no había puerta, grité a nadie porque ningún cuerpo podía oírme, salté hacia el cielo que no había porque tampoco había suelo. Sólo oscuridad, sólo negro, sólo gritos desgarradores y empujones hacia la muerte, sólo negrura, penumbra, penuria, sólo todo aquello de lo que siempre quise alejarme. Pero ya no podía, ya no, porque me había acercado demasiado.

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