lunes, 10 de junio de 2013

Abyssus abyssus invocat V



Khellendros esperaba sentado. El cielo era tan negro que dudaba que alguna estrella hubiera arrebatado el gélido frío de su panorama en algún momento; No había luna como no la habría habido nunca. El suelo era duro, oscuro, sin arena que salpicara de polvo los zapatos negros que vestía, sólo era roca fría como el corazón de quién esperaba. El pequeño elfo reprimió un escalofrío y se enfundó más en su capucha, negra como el resto de su vestimenta. Sabía que el frío era el del alma y que no podría quitárselo ni con la más cálida y suave de las prendas. Sabía que se enfundaba, no para evitar que lo reconociesen sino por miedo a mostrase a El. Lo sabía y lo temía con tanta intensidad que le dolía. El alma se le agitaba para reducirse a meramente cenizas y luego volver a estar allí un instante después. Sus cabellos no se movían porque no hacía viento. Sólo frío, un frío tan gélido que se clavaba en el sentido y eliminaba toda esperanza. Se embozó en la capa porque sabía que era lo que tenía que hacer.

El elfo volvió su mirada alrededor, no había árboles ni vida como a la que estaba acostumbrado. Oía el llanto de un niño y el grito de una mujer, y ambos sonidos se le clavaron en lo más hondo de su ser hasta hacerlo casi enloquecer. Por un momento se preguntó por que El no los callaba y la respuesta le volvió a la mente tan rápido que podría decirse que todo eran delirios de un loco. Ellos le hacen sentir vivo.


De repente lo vio. Misteriosamente entre tanta oscuridad había una luz mortuosa, una tétrica sombra de lo que era el sol o la luna, pero sin embargo más luminosa que el reino de Belore. Y ésta se lo mostró. Entre las almas de los sufrientes: vagabundos, niños, mujeres y hombres, ricos y pobres de todas las razas y colores, y cuyos llantos eran tan gélidos que le hacían sentirse mareado... Entre tanta penuria estaba El y lo había estado siempre. Se culpó a si mismo por no haberlo visto antes.


El padre de Todo y de Nada. Su poder era infinitivo porque abarcaba todo conocimiento, y a la vez era tan miserable que casi se rió de su ridícula existencia. El lo era todo, todo por lo que luchaban y todo lo que conocían y a la vez era nada. Volvió a comprender los gritos y la frase de "Ellos lo hacen sentir vivo". Exacto, así era en efecto. El sufrimiento les hacía pensar que había alguien causándolo. No se culpa a nadie de la gloria pero en el sufrimiento hasta el más indigno de nosotros busca un culpable de la penuria. La venganza se arrincona en cada uno de nuestros corazones para volvernos tan oscuros y señoriales como El


Ahí estaba, era tan grande como las montañas y a la vez tan pequeño como las hormigas, sus vestimentas eran negras como las de Khellendros y en su mirada estaba el brillo de la Nada; No el negro que conocemos por la nada sino el gris de la pura inexistencia. ¿Te has preguntado alguna vez que ve un ciego? Pon tu mano sobre tus ojos y mira lo que hay detrás de ella ¿Es negro? No, no es negro. No es nada. Al igual que el brillo de sus Ojos. No eran nada.


Su armadura era negra, y más pesada que todos los edificios del reino juntos. En sus manos llevaba espadas tan grandes que ningún mortal podría levantar. No podía enfundarlas porque en su esencia todo era la batalla, no había nada más para él que el dolor que infligía. No podía esconder las armas porque El era el valor que lleva al guerrero a mostrar su filo, y la mirada de quienes saben que portan la muerte hacia sus hermanos.


Los espíritus de los sufrientes, todos aquéllos que encontraban en su pena el grito de sus gargantas, pero que sabían que él no las cesaría, entonaron todos el mismo cantar. Sin musicalidad, sin terror, sin tono. Totalmente neutro. Todas las gargantas gritaban las mismas palabras: "Abyssus, abyssus invocat. Ave Veronica, improbitas plena, ave venefica".


No pudo evitarlo. El alma constreñida de Khellendros, quien siempre se rió de la desventura, se apiadó de los dolientes y entonó el cántico con más voz que ninguno de ellos. Gritó a las desvergonzada alegría de El y lo hizo moviéndose hacia su figura. Su voz sonaba entre la de ellos porque Khellendros aún conservaba su libertad.


—TÚ —pronunció El a la vez en tono frío, despectivo y de superioridad. Como si hablara a las flores que se marchitan porque su belleza no es suficiente. No había odio en su llamada, simplemente la superioridad que tenía. Porque él era Dios. Su voz sonaba como las montañas desquebrajándose, como la muerte viniendo a recoger las almas de los muertos, como el llanto de la madre que ha perdido a un hijo y la risa del hijo que ve la inminente muerte del padre y se regocija con el imaginado sonido del tintineo de las monedas de la herencia.

—Mi señor... 
—NO TE ATREVAS A PRONUNCIAR MI NOMBRE —El le cortó antes de que el nombre acudiese a su mente. El mismo tono despojado de toda emoción hallada en el amor, sin odio... Simplemente la fría indiferencia que su superioridad le regalaba.
—No soy digno ¿Verdad milord?
—NO. SÍGUEME.

El le dio la espalda y la montaña que era su presencia se desplomó con la lejanía. Khellendros corrió tras él y lo vio destruir ciudades enteras con un solo golpe de su titánica espada. Lo vio sonreír sin boca ante todas y cada una de las penurias que su mundo le regalaba. Lo vio destruir su pueblo, Quel'Thalas, que se encontraba tan cerca y tan lejos de ese mundo de Oscuridad Perpetua, en el que el día y la noche no existían porque el Sol y la Luna, avisados por las estrellas, se mostraban esquivos de la maldad de su propio señor.


—¿Para qué me habéis traído aquí, milord? Contemplar la destrucción de mundo, oír como a vuestro paso las almas de los dolientes gritan y sin embargo no os piden el bien. ¿Creéis que todo eso me hará más creyente?


Los volcanes se dieron de repente a la erupción, el cielo se resquebrajó y los gritos aumentaron. Las nubes que no existían se enfadaron y los rayos redujeron a cenizas toda cuanto abarcaba su vista, y el mundo se reía ante la desventura. El cielo sin Luna se reía, porque el Dios sin Sol lo hacía también.


—MI QUERIDO Y AMADO HIJO. TÚ YA ERES CREYENTE.


Khellendros se despertó en su mullida cama y a su nariz llegó al aroma de su perfume. El sueño estaba grabado a fuego en su mente y sabía que nunca podría olvidarlo. El había acudido a su llamada. "Necesitamos un profeta" había dicho el elfo, hacía tan solo un par de días.


El ya había elegido bando. El ya lo había llamado y sabía que la melaza de su voz destructora era demasiado caramelo para un elfo adicto al azúcar.


El ya había tomado partido en la guerra.